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El 9 de febrero participábamos en el programa “Para Todos, La 2” de Televisión Española (podéis ver el programa aquí). Una de las (muy) escasas ocasiones en las que el tema del dolor crónico infantil ha atraído la atención de los mass media. Sin embargo, como cantaba Dylan, los tiempos están cambiando.  Y acaso aquella intervención, sin ser la primera, parece que no será la última.

Bien es verdad, no obstante, que el dolor infantil, particularmente el dolor crónico, sigue siendo un gran desconocido, y lo que es peor: está infratratado. Por una parte, los datos del impacto del dolor crónico en los niños y adolescentes son estremecedores: alrededor del 20%, y hasta el 37% de los niños que han participado en los distintos estudios epidemiológicos publicados, informan de problemas crónicos de dolor. Por otra parte, en España no existen unidades multidisciplinares para el tratamiento del dolor crónico infantil, cómo sí existen para los adultos. Mientras que las evidencias disponibles permiten pocas dudas al respecto: el dolor crónico infantil, si no recibe los tratamientos que requiere, puede ocasionar problemas de por vida.

Al compartir estos y otros datos que reflejan la situación de la atención al dolor crónico infantil en España, las preguntas, las mismas preguntas de siempre, suelen saltar a borbotones de las gargantas de nuestros interlocutores, casi las puedes leer en sus ojos: ¿cómo puede ser que nadie haga nada al respecto?, ¿por qué el dolor crónico infantil sigue siendo tan mal tratado, además de ignorado?, ¿por qué?!

A pesar de haber lidiado con estas preguntas en muchas ocasiones, siempre me asalta la misma duda: ¿cómo explicar una situación que a todas luces resulta inexplicable por incomprensible?

El caso es que no hay un motivo que por si sólo explique esta situación, y sí muchas variables interrelacionadas que serían las responsables, al menos en parte, de una situación a todas luces vergonzante.

Debemos reconocer, primero, que las formas de expresar el dolor son distintas, incluso muy distintas en los adultos y los jóvenes. Suelo explicar que contando con una larga formación y experiencia en el tratamiento del dolor crónico en adultos, una de las cosas que más me sorprendió al iniciar mis investigaciones sobre dolor infantil fue comprobar que los niños, a pesar de informar de intensidades de dolor altas, podían mantener unos niveles de actividad que en adultos habrían sido impensables. En general, los niños pueden jugar, interactuar, dormir… funcionar con cierta normalidad aun con dolor. Y así como a los adultos, o a un buen número de nosotros, no nos importa quejarnos ante el dolor, los niños son más reacios a hacerlo y por múltiples razones, por ejemplo, para evitar ir al médico o para no dejar de realizar una actividad que les hace mucha ilusión. Incluso pueden no tener la capacidad para expresarlo. O peor aún, se sienten incomprendidos por sus compañeros, incluso señalados, y prefieren no decir nada antes que ser estigmatizados como unos quejicas o cosas peores.

En segundo lugar, hay pocos profesionales formados para entender bien, y tratar, los problemas de dolor en los niños. Afortunadamente, hace años que se abandonó el mito de que los niños no pueden experimentar dolor, pero los progresos sobre las formas de tratamiento más adecuado no llegan fácilmente, mucho menos de forma rápida, a los especialistas.

Tercero, el dolor es una experiencia muy compleja, en la que intervienen múltiples factores. Sin embargo, el interés de los especialistas suele estar en encontrar la causa más que en aliviar el dolor y el sufrimiento. Una causa que invariablemente siempre debe ser de naturaleza física. Y así, se pierde un tiempo precioso. Aunque siempre es de interés saber porqué apareció el problema, no lo es menos manejar convenientemente el dolor.

Hay algunas señales que nos pueden hacer sospechar que nuestro hijo experimenta dolor, aunque no lo diga abiertamente. Entre las que la literatura señala como más relevantes cabe señalar las siguientes: (1) utiliza más una pierna o un brazo que el otro sin motivo aparente; (2) se dan cambios en el apetito y/o en las pautas de sueño/descanso; (3) presenta irritabilidad, conducta rebelde o revoltosa –según las edades-; (4) agitación; (5) ciertas señales físicas como piel enrojecida, sudoración, respiración rápida y superficial, ojos tristes o apagados; (6) conductas no verbales como hacer muecas, fruncir el ceño, o proteger algunas zonas corporales; (7) evitar el contacto o las relaciones con amigos y compañeros, o sus hermanos; (8) reducción en la actividad física.

Sin embargo, ante la duda, lo mejor es dirigirse a un especialista. Esa persona es la que está en condiciones de ayudarnos en caso de necesitarlo.

Dr. Jordi Miró, ALGOS. Investigación en Dolor
Catedrático de Psicología de la Salud
Investigador ICREA-Academia

Universitat Rovira i Virgili, Tarragona

Fotograma de la entrevista realizada en el programa “Para todos, La 2”.


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