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El dolor es una señal de alerta, un aviso que sirve para proteger al organismo. Cuando menos en su forma aguda, el dolor es algo fundamental y completamente necesario. El dolor forma parte de un complejo sistema de defensa que se activa para facilitar la supervivencia. Habitualmente es una indicación muy precisa de que algo sucede en el organismo, una sensación desagradable, precisamente para motivar a la acción y prevenir mayores problemas.

Sin embargo, el dolor es una experiencia que crea el cerebro. Efectivamente, el dolor no es una simple sensación que llega al cerebro y que éste percibe pasivamente. Para que experimentemos dolor, el cerebro debe tomar esa decisión; es decir, el cerebro debe entender que lo más adecuado es que el organismo sienta dolor en ese preciso momento. Así es que cuando nos hacemos daño en algún lugar (por ejemplo, un golpe en la rodilla), los receptores sensoriales recogen la información que se transmite hasta el cerebro. Pero esa información (sobre la localización, la extensión, o  la fuerza del impacto) no se experimenta como dolor hasta que el cerebro la percibe, interpreta y, finalmente, considera que sentir dolor es la mejor forma para que el organismo actúe y se proteja.

El dolor es una experiencia compleja, multideterminada, en la que otros factores además de los físicos juegan un papel fundamental. Así es, el cerebro no sólo procesa información física y sensorial del estímulo (p. ej., localización del daño, intensidad del golpe), también tiene en cuenta el lugar y el contexto en el que la estimulación tiene lugar o los resultados de experiencias anteriores, entre otros muchos factores. Así, pues, el dolor no es –como suele considerarse- un fiel reflejo de la magnitud de la lesión o del daño, no es cierto que exista una correlación perfecta entre magnitud del estímulo (p.ej., un golpe en la rodilla) y magnitud de la respuesta (p.ej., intensidad del dolor).

El dolor puede aparecer por causas que nada tienen que ver con las lesiones o el daño físico. Por ejemplo, en ocasiones, ciertas actividades, lugares o incluso personas pueden provocar la activación del sistema y aparecer el dolor. Estos procesos se basan en los principios de condicionamiento y aprendizaje: si diferentes sistemas se activan conjuntamente y durante suficientes veces, puede ser que la simple activación de uno provoque (por asociación/condicionamiento/aprendizaje) la activación del otro. Precisamente, esto es lo que sucedía con los perros de Pavlov: la salivación aparecía tras repetidas asociaciones entre el sonido de la campana con la presentación de la comida aun cuando no se presentara la comida a la visión del animal. Igualmente, en ocasiones, el dolor puede aparecer por este proceso de asociaciones repetidas y condicionamiento. Por ejemplo, la tensión que genera el trabajo repetido y continuado en una cadena de montaje puede resultar en dolor (por la tensión muscular sostenida). Si esta situación de tensión y dolor se repite suficientes veces, el cerebro puede anticipar que el problema se va a repetir y reaccionar de la misma manera (con dolor) ante el mero hecho de encontrarse ante la cadena de montaje, incluso sin tensión muscular de por medio. Más aun, podría suceder que el dolor apareciera por el mero hecho de imaginarse ante la cadena de montaje (por ejemplo, a la vuelta de vacaciones).

Al igual que puede existir dolor sin daño en el organismo, también puede darse daño sin dolor. Hay abundantes casos en los que se pueden observar daños físicos importantes sin que esas personas informen experimentar dolor (algo bastante habitual, por ejemplo, en casos de hernias discales y alteraciones de la columna). ¿Y esto cómo se podría explicar? Bien, pues pudiera ser que el problema (físico) se haya ido desarrollando muy lentamente sin representar una amenaza y crear alarma, de manera que el cerebro no considere que el daño o la lesión requieran de acción alguna como respuesta para subsanarlo (pues no se interpreta como una amenaza para la integridad del organismo).  Los casos de lesiones, incluso muy graves, sin dolor son habituales en el campo de batalla. En tales situaciones el dolor (que no podemos olvidar es una señal de que algo falla y que debemos ponerle remedio inmediatamente) no sólo no ayudaría a recuperarse si no que bien podría representar una grave interferencia para la salvaguarda del organismo al interferir en sus conductas de escape para ponerse a salvo. Parece lógico, pues, que en tales condiciones el cerebro opte por respuestas alternativas al dolor.

La activación continuada de ciertas vías, potencia su futura reactivación. Es decir, si una vía nerviosa se mantiene en activación durante largos periodos de tiempo y/o de forma repetida, es más fácil que esa sea la vía que se utilice en el futuro. Por tanto, si las vías activadas son las que están relacionadas con el dolor, entonces lo más probable es que esas sean las vías que el cerebro utilice. Un ejemplo y símil de este proceso de potenciación lo tenemos en los efectos que causan las roderas que dejan los coches en el suelo cuando ha llovido abundantemente. Cuando estas roderas se secan, si son suficientemente profundas y consistentes, más tarde, cuando un coche intente pasar por ese camino, lo más probable es que siga la marcha dentro de esas roderas pues es la forma más fácil de circular por ahí, más aun, el propio movimiento le llevará a entrar en ellas, aun cuando se haya intentado una vía alternativa.

En ocasiones el cerebro funciona incorrectamente y nos engaña. Esto suele suceder en muchos de los casos de dolor crónico. Inicialmente el dolor fue una respuesta adaptativa ante una agresión al organismo. Sin embargo, y por razones que todavía no hemos podido establecer completamente, el sistema continua activado provocando dolor aun en ausencia de daño o patología física que pudiera justificar la existencia de la alarma (esto es, el dolor). Es como si la campana de aviso que se activó siga sonando a pesar de que el fuego se apagó, y con él la necesidad de la alerta. En ocasiones, estímulos de muy escasa magnitud pueden provocar intensidades de dolor muy altas, precisamente como consecuencia de procesos de sensibilización central (con los que el cerebro intenta protegerse: reaccionar con rapidez para prevenir un mayor daño en una zona ya dañada).

En términos generales, es verdad que esta información contradice la visión comúnmente aceptada sobre el dolor. La mayoría de nosotros siempre ha considerado al dolor como una experiencia simple, atribuible a un solo factor y de naturaleza física. En pocas palabras: si algo me duele es porque alguna cosa no funciona bien en mi organismo. Y eso es completamente verdad. En efecto, si hay dolor es porque algo falla. No obstante, no es cierto que el dolor sólo aparezca como respuesta a agresiones al organismo, ni que los únicos responsables del problema sean factores físicos. Más aun, el lugar donde tradicionalmente se busca al responsable del problema pudiera no ser el más adecuado, a tenor de lo que las investigaciones actuales señalan, particularmente en lo relativo al dolor crónico. En última instancia, el responsable del dolor es nuestro cerebro. Y es ahí a dónde las investigaciones para desarrollar tratamientos más efectivos y eficientes deberán dirigir su atención y esfuerzos.


Dr. Jordi Miró, ALGOS. Recerca en Dolor

Catedrático de Psicología

Profesor ICREA-Acadèmia

Director de ALGOS

Universitat Rovira i Virgili, Tarragona

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