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Esta semana hemos decidido escribir sobre la “insensibilidad congénita al dolor”, a raíz de una noticia publicada en el periódico The New York Times. El título de la misma, The Hazards of Growing Up Painlessly (Los peligros de crecer sin dolor), resume muy bien las implicaciones de esta enfermedad.

Si bien en un principio la incapacidad de sentir dolor puede parecer un regalo, es todo lo contrario. El dolor, cuando no es crónico, tiene un valor claramente adaptativo. Permite al organismo distinguir entre estímulos dolorosos y no dolorosos, reconocer aquello que es nocivo y reaccionar cuando hay algún daño físico.

En definitiva, el dolor es un excelente sistema de alarma que informa al sistema nervioso que algo está dañando al organismo. Sistema de alarma del cuál carecen estas personas que sufren insensibilidad congénita al dolor, ya que no pueden sentir dolor o diferenciar temperaturas extremas.

Se trata de una enfermedad hereditaria poco frecuente caracterizada por una interpretación anormal de los estímulos dolorosos. Se debe a una mutación en un gen encargado de la formación de las células nerviosas que reciben y transmiten estos tipos de estímulos. En algunos casos, esta condición también va asociada a anhidrosis, que es la falta de sudoración, el cuerpo no suda, y por tanto no puede regular su temperatura.

¿Podéis haceros una idea de qué significa e implica vivir sin sentir dolor? En el artículo que referimos al principio, Ashlyn Blocker y sus padres explican que riesgos conlleva vivir con esta enfermedad. Recuerdan, por ejemplo, que cuando Ashlyn era pequeña no lloraba cuando se daba un golpe o que se rompió el tobillo y tardaron dos días en darse cuenta de que algo no iba bien. Relatan también que en una ocasión una diadema le dañó la piel de detrás de las orejas y no se percataron hasta que vieron la sangre.

Os animamos a leer el artículo completo para conocer más acerca de esta enfermedad y de las últimas investigaciones al respecto.

Elena Castarlenas, miembro del grupo Algos para la Investigación en Dolor Infantil

Universitat Rovira i Virgili, Tarragona

Créditos de la foto: The New York Times


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